Patria Amada feb 4, 2021

Patria Amada

Patria Amada feb 4, 2021

Febrero 4, 2022

 

[Discurso pronunciado por el Dr. Eusebio Leal Spengler, historiador de La Habana, el 17 de junio de 2005, en el centenario de la muerte del general Máximo Gómez Báez.]

 

El 17 de junio de 1905, a la caída de la tarde, se extinguió la vida del mayor general del Ejército Libertador de Cuba, Máximo Gómez Báez. Quien había luchado con tanto encono y desafiado al enemigo en las más rudas y temerarias acciones, cedía a una enfermedad imposible de superar. En su casa de El Vedado, frente a un parque y plaza inundados de pueblo y admiradores, moría rodeado por sus familiares: su esposa amantísima e hijos, a los que sumaban aquellos que habían respetado sus grandes virtudes como militar, pensador y ser humano.

Viéndolo en el tiempo, nos asombra que haya declinado tan joven aquella fuerte naturaleza, pues aún el generalísimo no había cumplido sus 70 años. De ellos, la parte más lúcida, más poderosa, más enérgica de su existencia, la dedicó con consagración y perseverancia a batallar por la causa de Cuba, y no solo por ella. En memorable sentencia, motivada quizás por el ríspido dolor de la injusticia, exclamó una vez: “Cuando vine a Cuba no lo hice solo por este pueblo minúsculo, sino porque creí que sufría y luchaba por la Humanidad”.

Hijo de la República Dominicana, fue su cuna un pueblecito llamado Baní (…). El joven Gómez, (…) con apenas 19 años de edad, se incorpora a las milicias para defender la joven República Dominicana de la invasión haitiana. (…) En efecto, como garantía de una posibilidad de paz futura, algunos líderes dominicanos habían tomado como remedio la protección económico-militar de la potencia colonial. Pero una parte del pueblo no aceptó el compromiso y, desde el primer día, pulularon las guerrillas. (…) De aquí, de nuestra isla, partieron y volvieron –derrotadas– las fuerzas españolas, trayendo en sus filas a aquellos dominicanos que, en su momento de obnubilación y error, siguieron una bandera equivocada.

Pasaron los años y aquellos dominicanos radicados en Cuba sintieron también sobre sus espaldas el peso ignominioso de una esclavitud que no era solo de los hombres negros. (…) Sería de ellos solo Máximo Gómez quien recorrería el largo camino de casi 30 años de bregar revolucionario.

Según él mismo relataría, fue en casa del hacendado bayamés Eduardo Bertot y Minet, donde por primera vez escuchó sobre los planes de una vertebrada conspiración contra el dominio de España. Fascinado y dispuesto a secundar los planes del patriota, cumpliría su palabra cuando, el 10 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes lanza su grito de independencia en La Damajagua.

(…) Al frente de un puñado de valientes, tocó a Máximo Gómez disputar otro paso del Cauto –las cuchillas de Palma Soriano– a las tropas enemigas comandadas por el general Campillo. Gracias al dominicano, en ese combate –conocido como Ventas de Casanova– los cubanos levantarían por primera vez la guámpara acerada para descargar con fuerza sobre los bravos soldados coloniales. Había nacido la carga al machete, ese procedimiento bélico que, empleado en la vecina Santo Domingo en la lucha contra los invasores de Haití, primeramente, y después durante la Restauración dominicana, alcanzó en nuestras tierras una dimensión mayor en la combinación del binomio machete-caballería.

(…) Ante la pérdida del paladín de la vergüenza, del pensador inmenso, del legislador de Guáimaro, del solado afortunado del Cocal del Olimpo y de la Torre de Colón, el presidente de la República en Armas lo había convocado para que tomara el mando en el Ejército del Centro, afianzado en esa provincia. Con doce hombres, a los que llamó Los Apóstoles, Gómez acude desde las montañas orientales al llamado de Carlos Manuel de Céspedes y superando el posible resentimiento de un anterior malentendido responde: “Aquí tiene, Presidente, a su viejo soldado”.

Atraviesa las líneas cubanas, remontando el río Jobabo, cuando salen las tropas camagüeyanas con el dolor infinito de la pérdida de su ídolo, a quien llamaban El Bayardo. Y cuando dan el: Quien vive y el jefe de la división responde: el Mayor, corrige Gómez con voz altanera: “No, el Mayor fue uno solo y murió en Jimaguayú”. Luego, aprendería a mandar a los camagüeyanos, en aquellas bastas latitudes y montes donde la guerra y el incendio venían reduciendo a pavesas la riqueza de otrora.

Enhiesto al frente de la caballería, que se abre en dos alas, lo vemos derrochar cautela para aniquilar sorpresivamente a un contingente enemigo mucho más poderoso en Palo Seco. Silencioso, ordena para lanzar la acometida en el justo momento: “¡Ahí vienen!”

“Eso de atacar a la desbandada y triunfar, es privilegio exclusivo del cubano”, escribiría luego en sus memorias de aquel combate, uno de los más importantes de la Guerra de los Diez Años, apoyándose en las anotaciones de su Diario de Campaña.

 (…) Antonio Maceo –entonces, coronel– militaba a sus órdenes. En el ocaso de aquella gesta, se habían encontrado cuando ya era firme el convenio del Zanjón, que daba por concluida las hostilidades, pero alejaba el sueño de la independencia. Juntos pasaron la noche de despedida con sus familias respectivas (…). El general Gómez cree que ha llegado su hora de partir. (…) Fuera del país, ambos combatientes compartieron un plan de reiniciar la lucha armada.

Desde el año anterior, los cubanos emigrados desde Centroamérica y las Antillas habían tratado de convencer al antiguo jefe de la invasión para que encabezara una nueva etapa (…). En Nueva York tendría lugar el primer encuentro de Gómez con esa estrella súbita que era José Martí, pero no les fue posible entenderse; hoy diríamos que no existían las condiciones objetivas para la pretendida unidad. Cuando un proceso político de aquella magnitud se pierde, los hombres se acusan unos a los otros y hay terribles contradicciones. Solo un genio podía repararlas y ese genio era Martí, a quien un maestro cubano negro llamó Apóstol.  

Así se le vio marchar por Estados Unidos, por Centro América y por las islas caribeñas, en busca de esa unidad perdida para restaurarla. La Revolución necesita un primigenio partido político que dirigiera una guerra de liberación nacional que no debía hacerse solo con proclamas y llamamientos, sino con bases, propósitos y expectativas.

Pequeño de estatura, frágil por naturaleza, Martí llegaba al corazón de todos. Su poder de convencimiento, junto al respeto de que disfrutaba en la emigración, le permitió ejercer una influencia creciente en los líderes militares. De modo que, cuando en 1892, viaja a Santo Domingo y en la hacienda La Reforma le ofrece a Gómez la dirección de la Revolución, este último ya acepta sin titubeos lo que constituye para él un honor. Sería un momento capital dentro de la tan ansiada unidad. Este trabajo de unificación se consolidaría aún más cuando, al año siguiente, Martí visita en Costa Rica a Antonio Maceo en la casa que reproduce las delicias soñadas del San Luis oriental, donde este y la mayoría de sus hermanos vinieron al mundo.

Hacia Santo Domingo se traslada el joven Orestes, seudónimo de Martí, para reunirse con Gómez. Y desde allí parten juntos a la bartola, a la incertidumbre del mar, desde el amado peñón de Montecristi, donde firmaron el manifiesto que dio a conocer al mundo el destino verdadero y la profecía de la Revolución cubana.

Salen en la noche oscura, traicionados, superando dificultades, despojados prácticamente de nada que no fuese su valentía y sus armas personales. Las lacónicas palabras del Diario de Martí así lo atestiguan: “Izamos velas. Bote (…) Movimiento al agua. Capitán conmovido”.

El duro corazón de un hombre de mar, nacido en las gélidas tierras alemanas, se conmueve cuando aquellos hombres, dominicanos y cubanos, se aventuran en la barca.

Gómez exclama que nunca había imaginado lo que ocurre cuando un barco grande en la noche oscura deja un bote a la deriva. Perdido el timón, tomado un remo, tocan tierra cuando se abre la noche y la luna centellea sobre las montañas orientales.

“Como Colón una vez, me tiré y besé el suelo de Cuba”, recordaría el dominicano. Ansiaba volver a subir las ríspidas montañas orientales y, al abrirse ante sus ojos el caudal inefable de El Cauto, una exclamación ronca sale de lo profundo de su alma: “Cauto, Cauto, qué tiempo hace que no te veía”.

Era como si volviera a revivir el pasado, el momento en que, pasando la trocha militar inexpugnable de Júcaro a Morón, es herido en el cuello. El general español Martínez Campos, el supremo, el principal, el que tenía ideas políticas, el que trajo un proyecto de restauración para la isla insubordinada, le había pedido como recuerdo el pañuelo que usaba desde aquella herida terrible. Y Gómez le dice: “tome usted; es poco, pero es lo único que tengo”.

Con esa pobreza y humildad vivió y murió, asistió al dolor infinito de la caída del Apóstol, y con rabia y dolor escribe sobre su soledad en aquel momento trágico, cuando puso en riesgo su vida para buscar al amigo en medio del combate.

Apenas habían desembarcado, a Martí le otorgaron unánimemente el grado de mayor general del Ejército Libertador para que tuviese voto y voz en el consenso de los generales. Gómez describe su muerte con palabras duras, porque estamos hablando de hombres, sobre lo que significó aquella pérdida de amigo del compañero a quien trató de proteger, pero no le había obedecido.

Ahora debe continuar solo la organización y desarrollo de la Revolución, para lo cual se traslada inmediatamente a Camagüey tras ponerse de acuerdo con Antonio Maceo. Pero antes, ambos líderes son ratificados por el Gobierno de la República en Armas como general en jefe del Ejército Libertador y lugarteniente general, respectivamente.

Cruzan la trocha de Júcaro a Morón, primero un contingente, después el otro, y será ya casi en territorio villareño donde vencido cualquier distanciamiento, se abracen los dos colosos; ahora rodeados ya de fuerzas organizadas y disciplinadas, reparados los malos entendidos.

Están allí los generales, y cuando las jóvenes bellas traen la bandera bordada al lugarteniente general, las palabras de Maceo son conmovedoras. Besa la enseña con emoción y dice: “Yo llevaré esa bandera hacia Occidente o volveré envuelto entre sus pliegues”.

Momentos después la tropa está formada y Gómez dice con voz clara y firme la más gloriosa proclama nunca antes escuchada:

Soldados, la guerra empieza ahora. La guerra dura y despiadada (…) En esas filas que ahora veo tan nutridas, la muerte abrirá grandes claros (…) ¡Soldados! no os espante la destrucción del país, ni os espante la muerte en el campo de batalla. Espantaos, sí, ante la idea horrible del porvenir de Cuba, si por nuestra debilidad España llegara a vencer esta contienda.

En lo adelante, marchando bajo constante asedio en movimientos zigzagueantes, las dos columnas invasoras se aproximarán cada vez más a las grandes planicies occidentales.

Así pasan Aguada de Pasajeros y se acercan a Jovellanos, donde el mando español pensaba detener su avance, pues allí se habían situado las alambradas de púas, los reflectores, los cañones de tiro rápido. Penetran las tropas mambisas en esa extensísima zona que, poblada de ingenios azucareros, se encontraban surcadas por una red de líneas férreas y cuajada de tropas españolas.

Aplican la tea incendiaria los insurgentes cubanos por doquier, al punto que el humo producido por los cañaverales incendiados por Gómez, sirven de guía a Maceo para indicarle la ruta que seguía aquel, y viceversa: los quemados por el lugarteniente general avisan al general en jefe el derrotero que habrá de seguirse.

Alguna vez reflexionó Gómez hasta qué punto justificaba moralmente ese proceder bélico: “cuando la tea empezó su infernal tarea y todos aquellos valles hermosísimos se convirtieron en una horrible hoguera, cuando ocupamos a viva fuerza aquellos bateyes ocupados por los españoles (…)”.

Pero su duda quedó despejada cuando, en contraste con “aquellas casas palacios, con aquel tanto portentoso laberinto de maquinarias (…)”, conoció la terrible discriminación, la terrible pobreza del campesino sin escuelas, sin médicos. Entonces, a la vista de tan marcado como triste y doloroso desequilibrio, exclamó: “¡Bendita sea la tea!”

Hay un momento en que las tropas cubanas retroceden y todo parece perdido. Nadie sabe qué está ocurriendo: si renuncian a continuar la marcha y se repliegan, desorganizadas, hacia sus lugares de origen, o si se trata de una maniobra para desembarazarse de heridos y enfermos, que ya son una impedimenta. Unos dicen con certeza que bajan hacia la ciénaga; otros, que buscan un camino hacia la llanura provisoria escapando del cerco y de la confrontación definitiva.

Lo cierto es que esa marcha estratégica confunde al enemigo, incluso al astuto general Martínez Campos, quien resulta sorprendido cuando las tropas cubanas reaparecen en su propósito de invadir las provincias occidentales. Pasan Matanzas y, tras cruzar el río Hanábana, de ahí en lo adelante su avance resulta imparable hasta penetrar en las comarcas de La Habana.

Aquí se reunieron una vez más Maceo y Gómez, tras lo cual deciden separar sus fuerzas. El primero avanza hacia Pinar del Río hasta conseguir en Mantua el fin de la invasión a Occidente, mientras que el segundo continúa sus acciones en territorio habanero hasta que se traslada a Oriente y Camagüey, donde su presencia resulta imperiosa.

Es acampado en esa última provincia, donde Gómez recibe la noticia aciaga de que, el 7 de diciembre de 1896, Antonio Maceo ha muerto gloriosamente sobre los campos de batalla.

A esa pena se une su hijo Panchito Gómez Toro –“haya caído junto al cadáver del heroico guerrero y sepultado con él, en una misma fosa como si la Providencia hubiera querido con este hecho conceder a mi desgracia el triste consuelo de ver unidos en la tumba a dos seres cuyos nombres vivieron eternamente unidos en el fondo de mi corazón”–, escribe el Generalísimo en la ya mencionada carta a María Cabrales, viuda de Maceo.

No es necesario contar toda la historia a partir de ese momento. Al final de ella emerge un nuevo y dramático peligro: los Estados Unidos, con el pretexto de una acción humanitaria –que muchos aprueban en la ingenuidad de sus conocimientos políticos– amenazan con intervenir en Cuba.

En un acto inesperado, en Santa Clara, Las Villas, el mando español ofrece alianza a Gómez para enfrentar al nuevo y amenazante enemigo. Pero él no acepta, ahora que –muertos Maceo y Martí– solo queda Calixto García allá en Oriente, tomando ciudades y empleando con acierto el arma de artillería.

No en balde, en anotación del 8 de enero de 1899, dejó escrita en su diario, esta esclarecedora cita:

Tristes se han ido ellos y tristes nos hemos quedado nosotros; porque un poder extranjero los ha sustituido. Yo soñaba con la paz en España, yo esperaba despedir con respeto a los valientes soldados españoles, con los cuales nos encontramos siempre frente a frente en los campos de batalla (…) pero los americanos han amargado con su tutela impuesta por la fuerza, la alegría de los cubanos vencedores y no supieron endulzar la pena de los vencidos.

La situación, pues, que se le ha creado a este pueblo; de miseria material y de apenamiento, por estar cohibido en todos sus actos de soberanía, es cada día más aflictiva, y el día que termine tan extraña situación, es posible que no dejen los americanos aquí ni un adarme de simpatía.

(…) Te saludamos, Generalísimo, glorioso soldado, maestro generoso que soñaste con escuelas, con maestros, con médicos, con agricultores, con jóvenes llenos de esperanza y de ilusión. (…) Así acudimos a depositar ante tu tumba y ante tu espíritu, las flores, las llamas, las lágrimas y las canciones de tu también patria amada.

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