María Cristina Hierrezuelo Planas
Marzo 5, 2021
Entre las diversas costumbres trasladadas por los españoles a Cuba y que en mayor o menor medida aun matizan la vida cotidiana de los habitantes de la isla, se encuentra la de comer y beber en los velorios. Precisar aspectos relativos a su surgimiento resulta bastante complejo, pero se presume que todo comenzó en algún momento de la Edad Media, probablemente en el siglo XIII, en Irlanda. El hábito de muchos irlandeses de consumir los alimentos y las bebidas en vasijas de estaño solía provocar casos de envenenamiento o intoxicación por plomo -especialmente en quienes ingerían wisky y cerveza en grandes cantidades-, los que derivaban en la muerte o en estados catalépticos. La escasa o nula posibilidad de comprobar con rapidez y certeza de cuál de las dos circunstancias se trataba, generó la costumbre de que amigos y familiares permanecieran junto al cuerpo inanimado y aguardaran durante horas para verificar si era defunción o catalepsia. Durante la dilatada espera, “la vida continuaba” en el sentido de que los allí presentes comían, bebían, narraban anécdotas, hacían chistes y reían con la mayor naturalidad.
Esa particular manera de aguardar el desenlace cierto de lo acontecido, dio origen al velorio, asumido en términos generales como el tiempo transcurrido entre el deceso de una persona y el momento de su entierro, revestido de un carácter rayano en lo profano, alejado de cualquier elemento de corte religioso, aunque uno y otro suelen aparecer asociados y, en un determinado momento, pueden ser vistos como una unidad análoga a la existente entre el cuerpo y el alma.
Es de presumir que la costumbre del velatorio pasó de Irlanda a España y de allí a Cuba; pero también es lícito considerar que al igual que los irlandeses, los naturales del país ibérico por razones muy propias también forjaron la suya en el ámbito de las velaciones, la trasladaron a la Mayor de las Antillas, y ya en tierra caribeña, asumió sus propias características. Aunque es imposible inferir el momento exacto de su introducción y puede presumirse que fue desde los primeros momentos de la colonización, debe señalarse que no han sido localizadas informaciones ilustrativas de cómo se manifestaba en Santiago de Cuba durante los siglos XVI, XVII y XVIII; sin embargo concerniente al XIX, diversos documentos y los testimonios legados por dos viajeros que visitaron la ciudad en la citada centuria, posibilitan conocer algunas informaciones sobre esta parte del ritual funerario, visto como un acto social de despedida a un ser querido.
Hipólito Pirón, santiaguero que se radicó en París y estuvo de visita en su ciudad natal durante el período comprendido entre 1859 y 1863, expuso que cuando una persona fallecía los familiares -para garantizar la presencia y permanencia de quienes en un número no menor de doce, aceptaban pasar toda la noche “en forma devota y triste”, les ofrecían dulces, comidas y bebidas, con el propósito de hacerles soportable la larga vigilia [1]. Esta información invita a pensar que en principio el brindis tenía como destinatarios a quienes concurrían con la obligación de mantenerse en vela durante toda la noche. Esa velada fue reseñada en los términos siguientes:
En la sala donde se encuentran los concurrentes, se sirve una mesa abundante de manjares exquisitos y de vinos, y, durante toda la noche, comen, beben, conversan y ríen, pues los temas de su conversación no tienen nada de fúnebres. Los parientes del difunto se encuentran entre ellos y se comportan de igual manera; por momentos se separan y van a arrodillarse cerca del cadáver y lanzan gritos de lamentación [2].
Esta información contradice en cierta medida, lo expuesto por el propio Pirón en cuanto a la obligación de quienes participaban en el velatorio de mantener una actitud devota y triste durante toda la noche; por ello es posible aceptar que los veladores no cumplían este compromiso, y que quienes asistían al mortuorio, pero no en esa condición, también disfrutaban de las comidas y bebidas que eran servidas.
En cuanto al segundo de los viajeros, el pintor británico Walter Goodman, cuya estancia en la oriental ciudad se enmarca entre los años 1864 y 1869, tuvo a bien testimoniar sobre la extraordinaria capacidad de los dolientes de alternar los episodios de llanto con la ingestión de dulces, bizcochos, café y chocolate [3]; así como con el placer de fumar. Sobre este aspecto, con un tono donde se percibe algo de sorna, expresó: “Entonces recuerdo la teoría tan socorrida de que el tabaco es un buen desinfectante, porque la mayor parte de la concurrencia lo saborea, incluso las ancianas” [4].
El velorio de María Josefa Palma
Los aspectos expuestos por Piron y Goodman resultan susceptibles de ser probados mediante documentos de la época entre los cuales figuran cinco referidos a igual número de velatorios realizados en la ciudad; uno de ellos en 1819, tres en el decenio de 1830, y uno en el de 1850. Todos se refieren a eventos ocurridos en el entramado urbano y aunque no siempre aportan muchos detalles sobre los comestibles ofrecidos, se constata la presencia de algunos de los referidos por los dos viajeros antes citados y confirman que efectivamente en el evento luctuoso se comía y se bebía en abundancia.
En el velorio ocurrido en 1819, correspondiente a don Pedro Collazo, natural y vecino de Santiago de Cuba, fueron invertidos trece pesos por la comida y demás gastos correspondientes al entierro [5]; en el de un individuo llamado Tadeo de Moya, fueron pagados diez pesos y siete y medio reales por la compra de café, rosquitas, galletitas, etc. [6]; en el del francés Juan Brousse, maestro de armería y herrería, no se hace alusión a los productos, pero se expresa haber gastado veinte pesos en comida y bebida para los concurrentes en la casa y los criados empleados en el servicio [7]; y en el de una señora de nombre Genoveva Chovet, se registra el consumo de cerveza por valor de cuatro pesos [8].
Una muestra de la abundancia en cuanto a las comidas y bebidas brindadas en los mortuorios lo constituye el de la parda libre María Josefa Palma, alias Pepa, natural de Santiago de Cuba, vecina de calle baja de la Carnicería no. 63, soltera, y sin hijos, quien falleció el 30 de marzo de 1859 a la edad de 65 años. Los productos servidos destacaban por su variedad y cantidad y reafirman que en efecto estos eventos constituían verdaderos convites, donde los concurrentes comían, bebían y -como fue expuesto por Goodman-, consumían tabaco de manera colosal.
Resulta válido señalar que fumar era un hábito muy arraigado en los santiagueros, al extremo de darse casos de infantes de apenas tres años de edad, que según el testimonio legado por Piron, llevaban enormes tabacos en la boca, a imagen y semejanza de sus progenitores [9]. La estadounidense Caroline Wallace -quien residió en la urbe santiaguera entre los años 1861 y 1869-, relató con asombro el caso de una mujer que fumaba tanto como su esposo e hijo, y en esa familia “hasta el pequeño de cinco años parecía disfrutar de su cigarro” [10].
Para el velorio de María Josefa Palma fueron comprados 500 tabacos, una cifra que para los ojos del presente puede parecer excesiva, pero que a partir de la costumbre de los santiagueros y las santiagueras, parece aceptable y dice que los fumadores concurrentes pudieron deleitarse sin límites. Una lectura detenida del documento, indica que hubo una primera remesa de 400 la cual se agotó y entonces resultó necesario adquirir cien más. Pero los amantes de saborear las chucherías y disfrutar de una copa, también disfrutaron. Fueron adquiridos dos quesos, un jamón, galletas y mantequilla; buñuelos y empanadillas, seis libras de chocolate, café, azúcar blanca, y leche de vaca –ingredientes necesarios para elaborar un delicioso chocolate y un buen café-; dos libras de jamón, fideos, y tocino, -posiblemente para hacer una sopa-; y un queso para el almuerzo lo que permite presuponer que los otros dos a los cuales se hizo referencia eran para preparar bocadillos con las galletas, el jamón y la mantequilla.
Entre las compras realizadas para el velorio en análisis, aparece la de “dulces para la mesa”, información que permite colegir que efectivamente, tal como fue expuesto por Piron, en la pieza donde se congregaban los encargados de velar al cadáver se colocaba una mesa con confituras destinadas a quienes debían velar al fallecido. En materia de bebidas, la variedad fue evidente. Se compró aguardiente de caña y, también cinco botellas de ron, diez de vino, una de anisado, y una de ginebra. Entre los gastos aparece el pago de dos pesos a la cocinera encargada de la elaboración de los alimentos y tres, a dos sirvientas cuya misión consistiría en colocar los dulces en la mesa, y portar las bandejas con todo lo que se brindaba. El hecho de que cuatro personas fueran dedicadas a preparar los comestibles y servirlos junto con las bebidas y los tabacos, permite conjeturar la dimensión del ágape [11].
Resulta significativo que, como expresión genuina de los cambios que son propios a toda manifestación social, específicamente su adaptación al entorno, además de vino, cerveza, y ginebra, de indiscutible procedencia europea, en el siglo XIX figuraban el chocolate y el tabaco de genuino linaje americano, y también el café. A pesar de su origen africano, después de la inmigración francesa a Cuba, el llamado “néctar negro de los dioses blancos” se fue imponiendo de forma paulatina en el gusto de los cubanos hasta desplazar al chocolate en el consumo diario y erigirse como la bebida nacional. Su presencia en los velorios debió estar dada por sus propiedades estimulantes: ingerirlo contribuye a mantenerse despierto.
La costumbre en los siglos XX y XXI
La conjugación de los testimonios legados por Hipólito Piron y Walter Goodman, y la información contenida en los documentos de archivo revelan que efectivamente en el siglo XIX, los velorios emulaban con cualquier banquete, pero en la década de 1920, debido posiblemente a la expansión de las funerarias, la costumbre empezó a eclipsarse. Este hecho fue testimoniado en los siguientes términos: “[…] comienza a desaparecer la costumbre de ofrecer «banquetes» en las casas donde se velan los cadáveres, en que la concurrencia que se quedaba acompañando a los dolientes, era obsequiada a través de las horas con café o chocolate, galletas, jamón, pan con mantequilla y cigarros y tabacos” [12]. A partir de ese momento en el listado de los obsequios se mantuvieron el café, el chocolate y el tabaco, aunque en las zonas rurales, la situación no tuvo variaciones sustanciales, lo que pudo estar dado por el hecho de que muchos velatorios continuaron haciéndose en las casas.
Cinco siglos después de la llegada de los españoles a Cuba y de la fundación por ellos de la ciudad de Santiago de Cuba en el verano de 1515, la añeja costumbre de comer y beber en los velorios pervive, aunque atemperada a los nuevos tiempos. Es común que se brinde café, cuya elaboración y servicio corren a cargo de los empleados de la cafetería existente en la funeraria y donde también se expenden productos como pan, embutidos, tortillas, dulces y refrescos, que algunos compran y consumen, aunque en oportunidades los familiares prefieren adquirir esos víveres u otros similares en centros donde los productos ofertados tienen una mayor calidad, y los brindan a los que deciden velar el cadáver.
La situación en el campo es distinta. El llanto y la tristeza no son obstáculos para que los familiares sacrifiquen algún animal que puede ser un ave de corral, pero también un cerdo cuya carne frita o en fricasé, se ingiere junto con arroz, yuca, ñame, plátanos, o cualquier otra vianda de la cual se disponga; cuando es época de maíz, suelen hacerse ayacas [13] y frituras; abunda el servicio de café, y en ocasiones hay galletas y hasta cigarros [14]. El brindis es para todos los presentes y en el caso de la comida, se prepara de manera especial para quienes llegan procedentes de lugares distantes de aquel donde se efectúa el velatorio. En todo momento se hace patente la solidaridad de los vecinos con algún aporte, porque como decían los ancianos: “Para fiesta y velorio, siempre algo aparece”.
Pero comer y beber en los velorios tiene cada día menos adeptos. En la actualidad y en lo referido a la ciudad de Santiago de Cuba, algunos de los concurrentes que, por determinadas razones, no participan en la vigilia nocturna y se incorporan en horas de la mañana, suelen llevar desayuno para reconfortar a quienes permanecieron en vela, el que casi siempre consiste en un poco de café bien fuerte o de café con leche. En este nuevo contexto, las bebidas alcohólicas, específicamente el aguardiente y el ron –no así el vino y la cerveza- mantienen vigencia, aunque a diferencia del café que es repartido de manera abierta y generosa, quienes las consumen –por lo general a título personal y en un pequeño grupo-, lo hacen en las áreas exteriores de la funeraria, nunca en el lugar donde está expuesto el cadáver.
Un nuevo peligro acecha a la costumbre de ingerir comidas y bebidas en los velorios. Ante el avance que tiene la opción de la incineración y debido a ello la reducción del tiempo de exposición de los cadáveres en la funeraria, la añeja costumbre sufrirá variaciones ostensibles.
Última reflexión
Comer y beber en los velorios pondera el carácter social de este evento, en términos de ratificarlo como un espacio de sociabilidad informal donde brindar café –que es lo que generalmente se hace-, resulta la manera mediante la cual los familiares de un fallecido agradecen a los concurrentes el gesto de acompañarlos en un trance tan difícil como es despedir para siempre a un ser querido. También es una forma de demostrar a los vivos el amor que se sentía por el difunto, aunque este no pueda verlo.
Notas
* Conferencia presentada en el III Coloquio Presencias Europeas en Cuba, 2019, del Centro para la Interpretación de las Relaciones Culturales Cuba-Europa: Palacio del Segundo Cabo.
[1] Hippolyte Piron: La isla de Cuba. Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 1995, pp. 44-45.
[2] Ibídem.
[3] Walter Goodman: Un artista en Cuba. Editorial del Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965, p. 37.
[4] Ibídem.
[5] Archivo Histórico Provincial de Santiago de Cuba (AHPSC). Juzgado de Primera Instancia, leg. 550, exp. 1.
[6] Ibídem, leg. 40, exp. 4.
[7] Ibídem, leg. 589, exp. 5.
[8] Ibídem, leg. 634, exp. 3.
[9] Hippolyte Piron: Ob. Cit., p. 49.
[10] Caroline Wallace: Santiago de Cuba antes de la guerra, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2005, p. 67.
[11] IAHPSC. Juzgado de Primera Instancia, leg. 696, exp. 1.
[12] Carlos E. Forment Rovira: Crónicas de Santiago de Cuba II. Era republicana, Ediciones Alqueza, Santiago de Cuba, 2006, p. 563.
[13] Plato elaborado con el maíz tierno molido. Pequeñas porciones de la masa obtenida –a la cual se le agrega sal a gusto-, son envueltas en las hojas del propio fruto y luego se hierven. En el occidente de la Isla se le denomina tamal en hojas.
[14] En el caso de la ciudad de Baracoa, en cuyo territorio abunda el cultivo del cacao, es común que en los velorios se brinde chocolate.
María Cristina Hierrezuelo Plana: Doctora en Ciencias Históricas. Trabaja en el Departamento de Historia de la Facultad de Ciencias Sociales, en la Universidad de Oriente, donde imparte asignaturas del ciclo de las historia generales. Ha participado como ponente en diversos eventos científicos tanto de carácter local como nacional e internacional; entre los cuales figuran diversas ediciones del coloquio El Caribe que nos une, en el marco del Festival del Caribe; de la Conferencia de Cultura Africana y Afroamericana, y del Evento Provincial de Historia e Historiografía convocados respectivamente por la Casa del Caribe, el centro Cultural Africano Fernando Ortiz y la Filial de la Unión de Historiadores de Cuba, todos en la provincia de Santiago de Cuba. Artículos de su autoría aparecen publicados en revistas y libros, y es autora de los títulos Las olvidadas hijas de Eva (Ediciones Santiago, Cuba, 2206) y Tumbas para cimarronas (Ediciones Santiago, Cuba, 2013). Ha realizado actividades profesionales como profesora y asesora en la desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), Francia y la República Bolivariana de Venezuela.