El concepto de patria

El concepto de patria

El concepto de patria

Eusebio Leal Spengler

Mayo 27, 2022

Discurso de clausura del evento «Cuba: cultura e identidad nacional» (La Haba­na, 23-24 de junio de 1995)

 

Con nuestros compatriotas dispersos por el mundo he tenido el placer de reunirme en varias oportunidades, tanto en La Habana como en otras latitudes: Santo Domingo, San Juan de Puerto Rico, Norteamérica… Y hace tres años, de forma excepcional, en Tampa, la ciudad donde los cubanos, a lo largo de los años, enraizaron sus costumbres, fundaron familias y fomentaron un modus vivendi que es parte de nuestra cubana. Tampa, tan amada por José Martí.

En otros rincones de la tierra me sorprendió el rostro de los cubanos, que a pesar del rigor del clima, de hábitos diferentes y hasta hostiles, llegaron a realizar un sueño de una forma u otra. También conocí a los que no tuvieron la fortuna de hacerlo. Esta ocasión es muy privilegiada, si se quiere, por tratarse de una re­unión de intelectuales, escritores y poetas, historiadores y científi­cos, que han buscado con ansiedad perpetuar nuestra posibilidad de comunicación más allá del tiempo y de las trampas que acechan.

Hace solo un instante comentaba con una de las muchachas, muy cubana, por cierto, que pese a las dificultades que tienen mi español y el de ella, nos percatamos de que, por dentro, las ideas fluyen claras como el agua de una fuente. En torno a estos sentimientos, a esta realidad y verdad de la cubanía, he vuelto a leer el espléndido ensayo de Abel Prieto, dicho en la primera conferencia Nación y Emigración que en su día me hizo reflexionar tanto. El carácter insular ha ejercido una influencia esencial en nosotros, de una forma que yo diría casi protectora. Ello nos ha permitido edificar en el contexto cultural de América Latina (mejor, de Hispanoamérica o de Nuestra América, al decir de Martí), una invisible barrera de protección y evitar que ella, la isla, haya sido arrasada en su latente fragilidad.

A Cuba siempre ha habido que venir, de ella hemos partido, no existe para nosotros el misterio de las fronteras. Tal fenómeno lo vi y experimenté por vez primera, hace poco más de veinte años, al recorrer los campos de las antiguas Bohemia y Moravia; al atrave­sar, desde Eslovenia, las siempre discutidas líneas de demarcación alemanas. Recuerdo que escalamos la montaña y de pronto, al cru­zar la calle de una pequeña aldea, todo cambió: la forma de los edi­ficios, los colores de las casas, el vestuario de la gente; percibí el propósito de marcar la diferencia entre un país y el otro, entre una cultura y la otra.

En Alemania, por ejemplo, cuando visité la antigua ciudad de Bautzen (Budichen para los soravos, un pequeño bolsón étnico eslavo en tierras germanas), me sorprendió constatar que, aunque reinaba la paz entre los ciudadanos, aquella comunidad estaba di­vidida en dos sectores. Me admiró sobremanera que, el día do­mingo, las mujeres de confesión luterana vistieran con sus sobrios trajes negros, enmarcada la faz con una especie de rostrillo de encaje bordado, sobre el cual ceñían el severo paño negro. Ellas contrastaban con sus iguales de origen católico, que usaban blusas y faldas bordadas, así como un pañuelo blanco. Rememoré los antiguos enfrentamientos y guerras de religión del siglo XVI; ahora, sin embargo, había armonía en la diversidad. Allí habité la casa de la célebre escritora Marga Kuvachet y participé en la solemne fiesta nocturna de la vigilia de Pascua.

Cuando conté esta experiencia a mis amigos alemanes en Berlín, no podían creerlo; mucho menos con el detalle con que, tocado por el halo misterioso de la poesía, les contaba entusiasmado las formas de ser de los soravos, quienes me invitaron durante la madrugada a seguir una cabalgata, que al punto del alba recorrió los campos cantando a la aurora salmos y plegarias para impetrar, a favor de aquel pueblo y de sus descendientes, paz, ventura y buenas cosechas.

Años después, en América del Sur, me hallé de peregrino en la ciudad y templo de Nuestra Señora de Copacabana, a orillas del lago Titicaca, y cruzando el Paso de Tiquina me explicaron que era la frontera casi imaginaria, política más que cultural, que separa al Perú de Bolivia. Atrás quedaban los aimaráes, cultores de la tierra y depositarios de la imaginación y de la misteriosa fantasía de los pueblos antiguos de los Andes, el llamado Alto Perú. Delante aparecían las primeras comunidades quechuas, los hijos de Manco Cápac y Mama Ocllo, que viniendo de las islas del sol y de la luna fundarían en el Cuzco (ombligo del mundo) la ciudad sagrada. Estos incas eran guerreros y sabios; luego he visitado sus distantes caminos y atrevidos monumentos, cerca de las fuentes y lagos de Cajas, en Cuenca, Ecuador.

En otra ocasión, cruzando en medio del invierno un solitario puente en Venecia, pasaban tres alegres muchachas. Momentá­neamente disiparon mi inevitable melancolía; reían y hablaban español las gacelas, y noté algo excesivamente familiar en su forma de andar. Adelantándome, les pregunté si eran cubanas. Y una de ellas respondió: «Sí, nosotras nacimos en Miami, pero somos cubanas». En los gestos estaba el aire de Cuba; hablaban un poco de inglés y un poco de español, pero no les fue difícil volver a la raíz de tus padres. Venciendo el enigma de la comunicación, me transmit­ían señas de identidad cubana: el acento, la sonrisa, el movimiento del cuerpo y, en particular, de las manos.

He hallado amigos al servicio de Cuba en China, Madrid, Quito y otras capitales intramontanas, y no pude explicarme la razón de cierta neurastenia; hoy comprendo que les faltaba el mar. Vamos sobre una nave, sobre una barca de vela, y no nos damos cuenta. Cuando la gente sale temprano al Malecón, descansa a la orilla del mar o tiene el privilegio de llegar a la Punta de Maisí, están a proa o popa, a babor o estribor de la nave. Por cierto, en la parte más oriental habitaba un farero gallego de boina y grandes bigotes con su familia criolla. Allí me deslumbró el culto al mar, de cara al Paso de los Vientos, recogiendo de cuando en cuando, entre las piedras de la playa, las estatuillas que los haitianos lanzan el mar luego de implorar, en medio de las olas, a los espíritus que propician la aper­tura de los caminos que habrían de llevarlos a la tierra prometida.

Los isleños (término que nunca usamos para definirnos) vivi­mos pendientes del horizonte azul. Los cubanos jamás hemos pe­leado con nuestros vecinos por un pedazo de tierra, no se ha de­rramado sangre ajena por tales cuestiones. Nuestra única frontera terrestre se extiende en torno y en parte de la bahía de Guantánamo, ocupada hoy por la base naval estadounidense, pero irremisi­blemente cubana.

En los orígenes de la colonización española y aún en el alto siglo XVIII, La Habana ejerció su influencia sobre las ciudades y pueblos de las costas continentales, al norte y al sur. Las comuni­dades habaneras participaron en la fundación de Pensacola, habi­taron en Mobile, eran conocidas en la Louisiana, en los asentamientos de la cuenca del Mississippi. Descendiendo al Vi­rreinato de Nueva España, los criollos de La Habana acompañaron a fray Junípero Serra en las misiones californianas; cubanos de prestigio y nombre hubo en Campeche, Mérida o Veracruz. La guerra de independencia iniciadas en 1868 y con epílogo fatal una década después, dispersó a nuestros libertadores, siempre con la esperanza del regreso, a Honduras, Guatemala, Costa Rica y el istmo de Panamá, donde aún hoy, más de cien años después de la partida de nuestros compañeros, se les recuerda. Incluso no pocas familias llevan con orgullo la ascendencia y los apellidos cubanos.

Fue precisamente la colosal obra de abrir el paso del Pacífico al Atlántico, la que convocó a decenas de cubanos en lo que entonces era parte de Colombia. Andando por las calles del viejo Panamá, al pie de las bóvedas de las murallas, he tenido la oportunidad de rendir tributo al doctor Carlos J. Finlay, el sabio benefactor cuyo descubri­miento del agente transmisor de la fiebre amarilla facilitó, o hizo po­sible en gran medida, que el canal interoceánico fuese realidad.

Cuba isla, en verdad archipiélago circundado de una invisible corona de coral, no ha sido remisa a que en ella ocurriera la singu­lar fusión de las culturas de la vasta España y del África diversa, salpicada por la contribución carnal y poética de otros pueblos tan distantes como China. He creído siempre que los pueblos se here­dan no por la sangre, sino por la cultura. Aquella llama, pero la otra determina. Esto no desmiente la lección de la Historia Sagra­da, que nos dice cómo el clamor de la sangre hizo levantar a Moi­sés la piedra con la cual hirió al capataz egipcio que azotaba a un hermano de infortunio. Cuentan que sintió el fuego abrasador del agravio convirtiéndolo a él (a Moisés) en un fugitivo que, sin em­bargo, había recuperado su propia identidad. Siguiendo esta intui­ción es que podemos acercarnos al concepto de patria, que se afir­mó desde los días en que alguien nos mecía en la cuna con mil pequeñas señales en el decir, y en todo aquello que conforma la cultura patente en la música, en el paisaje.

Luego, en la escuela, se nos explicó cómo es nuestro país y así se repite la mayor la relación materno-filial. Es lo que hemos visto de nosotros: las manos y los ojos de la madre, en la cual leemos por fe. Un amigo tuve, muy querido por cierto, que debió revelar a su hija el haberla encontrado una tarde de domingo envuelta en un lío de trapos, a las puertas de un templo casi desierto. Después que la adoptó como propia tuvo que decirle por amor a la verdad: «Tú no eres nuestra hija, accidentalmente nosotros te recogimos». Sin embargo, ella hizo valer aquel mandato de extraña y antigua sabiduría: «Parirás los hijos en el dolor». No ya en el dolor físico del parto, tremendo, más breve y pasajero si se quiere, sino en dolor inmenso que supone la forja de carácter, la crianza y la educación. Dar a luz la vida entraña el compromiso de un legado espiritual. La muchacha aludida, entonces una adolescente, reac­cionó diciendo: «Está bien, otra pudo ser mi madre, otro el que me engendró, pero ustedes son mis verdaderos padres».

A lo largo de los días en que ha venido celebrándose esta reunión, se han puesto de manifiesto los daños que, como heridas, suponen para todos los aquí presentes los resultados de la distan­cia y de una larga separación. Algunos lo ocultan por pudor, otros por soberbia, mas todos fuimos heridos en su momento oportuno y en medio del gran suceso revolucionario de la isla, que dispersó a unos en tal dirección y a otros en otra. En nosotros, los de acá, exaltó la lealtad a nuestra opción; a otros los llevó a combatir o a vivir bajo diferentes designios.

Ayer se nos presentaba un hecho simpático, si lo vemos como anécdota. Las autoridades norteamericanas se han creído en el deber de excluir a tres cotorras que un grupo de inmigrantes ha­bía llevado consigo en los azares de las balsas. Ellos, los norteamericanos, estaban muy preocupados, en exceso, por este deta­lle. Y concorde al espíritu de los nuevos tratados migratorios en­tre Cuba y los Estados Unidos, aunque no aparece explicitado, consideraron que las aves debían regresar a la isla. Es probable que la razón esté en que los animalitos podrían ser portadores de ciertas endemias tropicales. La realidad es que esta parlanchina y atrevida criatura tiene un radio de vuelo limitado, y por sí misma no puede vivir la aventura de la migración que miríada de pájaros protagonizan cada año entre la Florida y Cuba.

Hace días visité a un vendedor de pájaros. Allí había verderones, gorriones trigueros, mariposas con todos los colores de la paleta, azulejos… Me llamaron la atención unos pajarillos verdes y me explicó el pajarero que así vienen ellos. «¿Cómo que vienen?», le pregunté. Y me respondió: «No son de aquí; vienen a invernar en Cuba. Algunos se quedan más tiempo y son capturados, como es el caso, y solo en la primavera mudan el plumaje, que llega a ser tornasolado con toques rojos, azul y violeta».

¡No eran de Cuba! Vienen acá desde los Estados Unidos. Y cuán­tas veces en La Habana, contemplando la alta torre de la iglesia de San Francisco, o el gran edificio Balaguer, frente al Museo Nacio­nal, o el palacio del Conde de San Juan de Jaruco, junto a la Plaza Vieja, nos ha sido dado ver el espectáculo de la llegada de las golon­drinas que arriban desde las tierras gallegas o portuguesas, y que gracias a su capacidad de orientación intuitiva se aventuran allende el mar y pueden cumplir el secreto designio de su viaje. Los nave­gantes miran cómo reposan en el mar quieto, cubiertas de ese aceite protector, alimentándose durante la travesía de pececillos y, ya más cerca de la costa, de las pequeñas criaturas que flotan sobre el man­to verde de los sargazos, el mismo que sorprendió a Cristóbal Co­lón. Son miles y miles de aves que, de pronto, reinician su vuelo para llegar determinado día, creo que los primeros de abril. Y las vemos en hileras revoloteantes cerca de El Morro cuando arriban a ésta, su tierra de promisión, y anidan en los techos de las casas.

Como a ellas, las golondrinas, un secreto instinto nos reúne; y hay en el fondo de nuestros corazones un soplo de aliento. Somos gentes singulares, y a pesar de que muchos creen lo contrario, tenemos culto muy especial para con nuestras costumbres de fa­milia. En ocasión de mi primer viaje a los Estados Unidos, tras des­pedir a mis amigos en el aeropuerto de Miami, ya a punto de abor­dar, vino a sentarse junto a mí una señora gruesa, cubana, que hasta ese momento se había comportado muy finamente, pero que había protagonizado una gran trifulca con la muchacha del mostrador de pasajes a causa del peso de su equipaje. Se dijeron palabras muy cubanas y, finalmente, la señora abrió la maleta y empezó a colo­carse dentro de la ropa lo más diverso. De pronto me percato que comienza a derramársele algo en el vestido, y ella exclama: «!Ay!, el champú». Y seguidamente me dice: «Todo esto se lo debo a esa cabrona de allá fuera, que me ha obligado a meterme todo aquí entro. Usted no sabe lo que ha costado esto, y mire, aquí llevo el café, pero lo peor de todo es que allá en Cuba no saben el sacrificio tengo que hacer para comprarles y llevarles todo esto». A su manera, ella sufría por un concepto de solidaridad.

Estamos ante una gran verdad: cuanto hay que hacer, lo que hasta ahora hemos realizado, lo que todos ustedes han hecho en los diferentes campos del saber, es fruto de síntesis de la solidaridad universal, a la vez que creación personalísima, como resulta­do de nuestro contacto con el mundo, con nuestras propias fami­lias, con su historia. Pero la raíz, el punto de partida de los senti­mientos que podríamos llamar cubanos, por sobre etnia y ubicuidad, son de carácter cultural. Quienes han asumido ese le­gado en su plenitud poseen un signo, aquel que prefiguró Martí en la bella imagen de la estrella que lleva en su frente todo el que sirvió a la patria. Quien la ha servido con abnegación y desinterés, es sagrado. Somos más que africanos, más que españoles, más que indígenas, bebiendo en las fuentes cristalinas de nuestra civilidad grecolatina-judeocristiana.

Me contaba la impar poetisa Flor Loynaz, fascinante amiga que vagaba por el cementerio chino y sobre uno de los túmulos alguien le explicó el sentido de un epitafio que es la clave de la vida: «Si el cielo de China es tan azul como el de Cuba, y si las frutas de China son tan dulces como las de Cuba, qué importa morir entonces en China o en Cuba». No hace tantos años, en medio de una obra de restauración en la calle de Mercaderes, en­contré unas tejas con caracteres chinos. Unas tejas suelen estar marcadas por los dedos del alfarero y otras por algún sello o pun­zón del gremio o tejar, pero en el caso excepcional que nos ocupa hallábanse virtualmente cubiertas por la inscripción. En pos de descifrar el enigma, acudí a los chinitos cantoneses del restauran­te La Torre de Marfil, quienes después de largo concilio me hicie­ron conocer el secreto del mensaje: «La mano ejecuta lo que el corazón manda». Esa es nuestra clave, que está a mitad del cami­no entre la lápida del cementerio y la teja.

Acaba de ver la luz la edición cubana (La Habana: Unión, 1995) del bellísimo ensayo de Cintio Vitier titulado Ese sol del mundo moral. Como creo en la magia de que todo ocurre cuando convie­ne, éste y no otro ha sido el momento ideal para que la obra, publi­cada hace casi veinte años en México por la editorial Siglo XXI, llegue a manos de los lectores cubanos. El tema es atemporal, no ha sufrido mella ni desgaste en la larga batalla política y moral de estos años; aparece ahora como una revelación para los cubanos que ansían hallar una explicación ética a este tiempo tan intensa­mente vivido. El libro es el hilo de Ariadna y el manantial del cual debemos beber para hallar la interpretación más acertada a mu­chos de los fenómenos de los que somos testigos y actores.

A propósito, hace unos días tuvo lugar en La Habana una importante ceremonia: la entrega, por parte de una alta delegación militar española, de la silla de montar que a lo largo de un siglo ha sido tenida como la del Lugarteniente General Antonio Maceo, caído en San Pedro de Punta Brava el 7 de diciembre de 1896, en uno de los más dolorosos episodios de la Guerra de Independencia. El acto fue presidido por el Comandante en Jefe Fidel Castro, tuvo alto valor simbólico por celebrarse en la misma sala del antiguo Palacio de los Capitanes Generales donde acaecieron in­contables sucesos de interés para la forja de nuestra nacionalidad. Fue la misma sala en que, según la tradición, el general Albear y Lara solicitó al Gobernador, el marqués de La Habana, indulto para Narciso López, aquel heterodoxo que trajo la bandera de la estrella solitaria a las costas de Cuba, el mismo que al uncirse su cuello a la soga del verdugo pronunció estas palabras: «Mi muerte no cambia­rá los destinos de Cuba». Y fue verdad. Ni su vida ni su muerte pudieron cambiarlos; y tales destinos estaban más allá de los objeti­vos políticos del propio general López, hombre de su tiempo.

En aquella sala, lujosamente decorada, donde se movieron en sucesivas escenas los actores de nuestra breve e interesante histo­ria nacional, cuántas cosas imaginé. Creí ver en los que me rodea­ban los rostros de las grandes figuras de nuestro pasado: Saco y Varela, Luz y Espada.

Todo eso pensaba cuando los generales españoles, vestidos de uniforme, ocuparon el espacio de sus predecesores que, el primero de enero de 1899, habían cedido la isla de Cuba a favor de los Estados Unidos, como resultado de una guerra perdida. En ese momento, cuando el valor del símbolo supera lo real, lo probable y palpable, la guerra acababa; y como dijera el Generalísimo Máximo Gómez: po­dían abrazarse «los encarnizados combatientes de la víspera».

Entonces sentí que la nación no es un legado inútil de los pa­dres ni una fantasía ni un artificio de nuestra imaginación.

Miguel Barnet me reveló que, en uno de sus viajes a los Estados Unidos, mientras paseaba por una de las calles del Bronx, observó un insólito cartel: «Yemayá House». Quien ve no es quien tenga ojos para ver, sino aquel que quiere ver.

Nuestra patria es una acumulación de sentimientos, de realida­des constatables, de poesía invisible; es la naturaleza y la obra del hombre. Estamos finalizando el siglo y el milenio; es evidente y se impone analizar y valorar cuanto hemos hecho. Sometamos a críti­ca nuestra obra y los valores que emanan de ella. No percibo una crisis de esos valores. Es el momento en que está ante todos casi la totalidad del proceso revolucionario. Su gran adversario, el gobier­no de los Estados Unidos, medita su próxima jugada ante el tablero.

En la calle está ya, y decir otra cosa es mentir y no ver los signos de los tiempos, la generación que habrá de someter a juicio la obra realizada por nosotros. Por tanto, casi todo está hecho y escrito; apenas hay tiempo para colectar los frutos de las ramas del árbol de la vida, verdes aún, dulces o amargos. Nuestra vida individual no es tan importante como lo que somos y significamos socialmente. Nos reunimos hoy para afirmar que, en medio de los avatares de la sociedad contemporánea y ante el mundo de la postmodernidad que nos ha tocado vivir, no tememos al futuro.

Estoy seguro de que esta década no concluirá sin que nuestros derechos nacionales sean reconocidos, que esta década no termi­nará sin que los cubanos mejores, estén donde estén, en cualquier latitud del mundo, se unan como lo hacemos hoy en este idílico jardín y, olvidada toda circunstancia que pudo una vez dispersar­nos, ofrezcamos la mejilla para un beso.

Habrá valido la pena vivir para ver tal día, porque la Revolu­ción Cubana, en la que creímos y por la que hemos luchado, la de Céspedes y Martí, y la de Fidel, no se hizo en nombre del odio: se convocó en nombre del amor.

 

Leal Spengler, E. (2004): “El concepto de patria”, en La luz sobre el espejo. Ediciones Boloña: La Habana, pp. 111-120.

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