El 24 de febrero
Febrero 18, 2021
Eusebio Leal Spengler
Fragmento de la intervención especial en la sesión extraordinaria de la Asamblea Nacional por el centenario del inicio de la Guerra de Independencia. La Habana, 24 de febrero de 1995.
Con la visible dificultad con que asciende quien ha de encender la llama en lo alto de la montaña para rendir tributo, me corresponde (…) dirigir unas breves palabras en homenaje al 24 de febrero de 1895, la fecha excepcional que nos convoca, en el día feliz en que las generaciones aquí reunidas hemos podido estar presentes para celebrarlas, bajo el cielo y sobre el suelo de nuestra patria. Y es también homenaje justo y necesario al hombre grande y sobresaliente, José Martí, a quien ningún superlativo puede alcanzar en los méritos excepcionales que contrajo ante Cuba, América y el mundo por organizar al pueblo cubano, dentro y fuera del país, para conducirlo a la que él llamó la Guerra Necesaria, luego de haberla considerado inevitable.
Pensar en el 24 de febrero es imposible sin buscar sus antecedentes en la historia fecunda y hermosa de nuestro pueblo. Tendríamos que sentirnos, y nos sentimos, profundamente orgullosos de esa historia. En la medida en que estamos orgullosos de ella, se nos respeta y estima; en la medida que la desoímos o la olvidamos nos hacemos pobres, con una pobreza superior a la carencia de todo bien material: la pobreza del espíritu. (…).
Mucho más de cien años atrás, los cubanos comenzaron a luchar por su independencia con gran denuedo y sacrificio. Imposible sería mencionar en el día de hoy a todos los que se inmolaron por esa causa justísima; imposible sería recordar, uno a uno, a las mujeres y a los hombres que, en gesto magnífico dejaron toda la expectativa personal, todo deseo humano, y se consagraron con alegría, con pasión y con dedicación a servir a una, madre superior, a una amada superior, como aquella a la que cantaba en sus versos conmovidos el insigne poeta de Oriente, José María Heredia. Él nos ha enseñado con sus versos excelentes y nos ha imbuido ese extraño amor. El propio Martí, si acaso no fue él precisamente, le atribuye a Heredia haber llenado nuestro espíritu y sembrado en nuestra alma ese amor conmovido por Cuba.
Fue también el dolor solitario de la masa enorme, inmersa, silenciosa e ignota de los esclavos que vinieron a Cuba, desde los confines de África, para colmar las plantaciones azucareras o el silencio de los cafetales; que trabajaron de sol a sol y dejaron con sus lágrimas y con su sangre, pero también con su rebeldía y con su esperanza, una cuenta que saldar, una epopeya venidera que libar para que otros hombres no fuesen a su vez esclavos. Por tanto allá, en el horizonte de los tiempos, cuando se empezó a pensar en Cuba como algo diferente y como algo que existía y que latía, en las circunstancias de ser nosotros parte de imperio colonial distante, comenzaron muchos a pensar en la posibilidad de la independencia, de la libertad futura. Y en el esfuerzo de aquellos dolorosos esclavos, arrebatados a la naturaleza, a su tierra africana, se unió en muchas ocasiones a los cubanos criollos que, como Román de la Luz y Frasquito Agüero, estuvieron entre los primeros en levantar su voz, en conspirar bajo el silencio de las logias y en soñar con ese futuro promisorio.
La lucha de los esclavos, que es enunciadora de un futuro de grandes convulsiones para Cuba, tiene y tendrá como paradigma a José Antonio Aponte, de quien se sabe poco y, sin embargo, con su valor personal y con su capacidad (que en el tiempo la entendemos mucho más amplia de lo que la propia historia la ha concedido) fue de gran significación para sus contemporáneos, allá por el año 1812, antes de que su cabeza se exhibiera públicamente como escarnio para todos aquellos que soñasen con la libertad. Pero fueron muchas e incontables las conspiraciones. Cuando América fue independiente y en algún confín del continente alguien pensó generosamente en Cuba, surgieron entonces las conspiraciones o las logias secretas Gran Legión del Águila Negra, Soles y Rayos de Bolívar, La Cadena Triangular y La Mina de la Rosa Cubana, por solo evocar algunas.
(…)
Durante todos estos tiempos, en el carro de la ciencia y de la cultura, en las artes del trabajo, en la misma fusión natural del pueblo, de las etnias distintas de la hispanidad (negros africanos y otros grupos humanos que convergieron en la isla), se fue amalgamando y reuniendo un criollato ávido de cambio y transformaciones, que dividido por la brutalidad de las relaciones sociales imperantes se escindía, eso sí, en poseedores y desposeídos, en ricos y pobres, en libres (supuestamente) y en esclavos. Pero en la medida en que se levanta el siglo, mientras los filósofos en el siglo de sus cátedras, las maestras y maestros en el aula, y en los demás pensadores sociales van diseñando cual podría ser el futuro, la salida para el inmenso dilema que parecía apuntar al porvenir, también avizora una división, se avizora una interpretación disímil de como hallarle solución a la cuestión cubana.
A fines del siglo XVIII ya era evidente la presencia de una escuela del pensamiento. No es extraño que el insigne presbítero Félix Varela y aun Agustín Caballero, gran filósofo y sacerdote como aquel, pensaran necesariamente en la patria y que en sus expresiones apareciesen ya, con brillo propio, la palabra patria y el nombre de Cuba, unidos a manifestaciones de criollez y cubanía que iban desde mencionar la naturaleza o la poesía hasta las relaciones humanas y efectivas.
Todo parecía inclinar a la comprensión de que en medio de esta masa heterogénea se estaba produciendo en el Caribe, se estaba acuñando en condiciones muy difíciles, un pueblo. Y en circunstancias geográficas angustiosas: demasiado cerca del sur norteamericano y demasiado distante, a pesar de la proximidad, a los pueblos latinoamericanos que ya habían alcanzado su independencia y comenzaba la aventura republicana.
Cuba comenzaba a engendrar su esperanza. No existía en nuestra tierra, como en otros pueblos del continente, la masa indígena mayoritaria con sus culturas, con sus cantos, con sus lenguas, con sus curiosos vestuarios, con sus tradiciones, milenarias, con sus conocimientos de astronomía y de ciencias exactas de observación del mundo y la naturaleza, con sus teologías propias. No habíamos asistido, de hecho, a la forja de una identidad tan compleja y rica como la que se vio en México colonial o virreinal, en el Perú, en Centroamérica o en otras posesiones españolas. La cultura de las islas se levantaba sobre la huella perdida y extraviada del indio, sobre el infinito dolor de los esclavos inmigrantes, sobre la pugna de los conquistadores europeos por alcanzar riqueza y fortuna, salir adelante y, muchas veces, regresar a la patria distante.
En el siglo XIX se hizo aún más explosiva la situación social. Hechos continentales y europeos infundieron nuevas razones al sentimiento cubano; acontecimientos de carácter planetario que marcaron una transformación en la interpretación de la historia, influyeron también en Cuba: la gloriosa Revolución Francesa, la propia rebeldía de las colonias norteamericanas contra su metrópoli inglesa y la insurrección de los esclavos en Haití, que se proyecta sobre Cuba. Todo ello, unido a la poderosa Revolución Industrial y sus reflejos sobre la producción azucarera y su industria, trajeron para Cuba pasiones aún más enconadas y más lúcidas reflexiones en cuanto al futuro. El pensamiento cubano se escindió y apareció con toda nitidez una escuela, o un grupo, que soñó con que la salvación de sus intereses de clase estaba en poner a Cuba como una estrella más de la constelación del sur norteamericano (…).
Otro grupo más valeroso y más definido en su pensamiento, sabiendo el precio que pagaría por sus ideas, tuvo como mentor al padre Varela, (…) aquel que había bebido de las fuentes mismas de la filosofía y del pensamiento cubano; el hombre de la esperanza, el hombre sonriente, el orador conmovido, el representante de Cuba en aquellas cortes memorables de 1823 reunidas en España.
Más allá de Varela, más allá de su expulsión de España luego de restaurarse el absolutismo, más allá de su proscripción, sobreviene en Cuba el nacimiento, en cuna ignota, de un niño que nace en casa de inmigrantes, en un hogar modesto y pequeño pegado a las murallas, apenas un mes antes de la muerte de Varela. Cuando este cerraba los ojos en San Agustín de la Florida, el 18 de febrero de 1853, no podía saber, claro está, que en La Habana, en la populosa y grande Habana, había nacido el poderoso continuador de sus ideas (…).
Vivía los años de su último esplendor el Seminario de San Carlos y allí, en la casa de los filósofos, brillaban hombres tan sobresalientes como Escobedo, orador; Rafael María de Mendive, maestro de José Martí adolescente; el propio Domingo del Monte, que ahora se iba de nosotros como José Antonio Saco en su día, cuando un representante del poder, tintineando sus espuelas y sus armas, entró en el aula de clases a comunicarle su expulsión de Cuba. Todos estos talentos brillaban, pero brillaba uno por sobre todas las cosas, (…) aquel que al despedirse del mundo en 1862, sostenido por sus alumnos, renovaba su fe en el futuro; aquel que cada sábado y cada fin de curso formaba con su magisterio una escuela de pensamiento cubano, de lealtad; aquel que había puesto como divisa suprema para los jóvenes que educaba, la fidelidad a lo que él llamaba ese sol del mundo moral: José de la Luz y Caballero, don Pepe.
Por tanto, vemos cómo las tradiciones cubanas: la que busca la anexión, la que busca la independencia y la que busca reformas políticas, porque no se atreve a pagar el inmenso precio con que ha de conquistarse la libertad verdadera, convergen en el momento que viene al mudo Martí, en el momento de la crisis suprema del sistema, en el momento que el mundo también estaba cambiando, en el momento que las repúblicas de América sentían que con la indecencia primera no habían alcanzado todavía la plenitud del ejercicio de la soberanía soñada, del Estado de Derecho, de la riqueza materia , porque habían quedado intactos en muchas ocasiones, los privilegios del tono y del altar.
(…) En Cuba, mientras tanto, asciende la época con dureza, asciende la época con contradicciones, asciende la época demostrando la inviabilidad de que continúen las cosas tal y como están en el sistema político, gubernativo y social. Las ideas morales y aun los sentimientos más puros del alma nacional contradicen la tragedia que se vive: la esclavitud es como una lacra que corroe y quema el alma cubana.
Y por eso en 1868, cuando una campana convoca al pueblo cubano en el patio de un ingenio, ¿dónde sino allí podía ventilarse el primer pugilato por la libertad de Cuba?
En un ingenio levantaría por primera vez su voz el amo para mandar en nombre de sus derechos y por primera vez un libertador convocaría a los hombres blancos a unirse con los hombres negros, a los cuales, de una sola fuerza de su decisión, arrebataría no ya la cadena de sumisión, sino que les entregaría virtualmente, con su libertad, el derecho a combatir por ella. Y ese día, el 10 de octubre, el día miliar, el día clave, el día que se colocó la piedra fundamental del arco, un hombre grande, un hombre cuya magnitud humana los cubanos debemos aquilatar en su justo mérito, aquel que tuvo el derecho de precedencia, aquel que se atrevió al desafío, aquel conspirador que se había formado como muchos de sus contemporáneos en la escuela de la fe y de la confianza en el futuro, de esa manera tenaz y al precio de los más altos sacrificios, como padres de una patria nueva.
Qué decir de aquellas pruebas, de aquellos dolores de la familia cubana, de los macheteos sigilosos a los campamentos; de los hombres, mujeres y niños que fueron ahorcados, como ejemplo aleccionador, en las vueltas de los caminos. Qué decir de aquel Céspedes tremendo, ya no presidente, pero siempre, siempre héroe, que antes de renunciar a sus ideas y sus principios acepta, sin vacilar, la decisión del adversario de fusilar a su hijo Oscar; aquel Céspedes que ahora asciende vigoroso, con la última luz de la vida, revólver en mano, el peñón de San Lorenzo, para descender por el farallón el 27 de febrero de 1874 con sus ideas, intacto en sentimientos, con los ojos grandes y abiertos.
Todo esto y más fue la guerra de Cuba; esta es su leyenda, esta su historia, estos sus héroes. Y al final, al final de tanta batalla, de tanta lucha, como ha ocurrido no solo con nosotros, sino en la historia de tantos pueblos de este continente y del mundo, la victoria no fue nuestra. Pero hubo algo superior a la victoria misma: la tradición que había nacido, el espíritu nacional que se había formado, la poesía interna que los cubanos tenían como leyenda futura, como canto de gesta, como necesaria historia de contar (…). Precisamente ante lo imposible, ante el quebranto y la decepción, sobre la base de los sólidos valores morales, un hombre de apenas 33 años (…), sería quien bajo los mangos de Baraguá pronuncia ese ¡No! determinante, que excedía las posibilidades militares y, sin embargo, estaba apuntando a los más altos valores de la dignidad cubana (…).
En ese acto de Maceo en Baraguá, que Martí leería años después y diría, al recorrer esos apuntes, que estaba ante la más hermosas de todas las páginas de la historia de Cuba, podemos hallar, junto a los hechos anteriores, el fundamento del 24 de febrero de 1895. Sin esa historia previa, sin esas contradicciones, sin esos enormes sacrificios, la historia de Cuba no sería la que es. Y sobre esa base, sometido a análisis, punto a punto, lo que había significado la Guerra de los Diez Años, valorando el sentido de la nación y su enlace verdadero, Martí edificó su obra, su poética, su labor tremenda.
No insistiré en detalles de su biografía; diré solamente que estamos ante un hombre excepcional, ante un dirigente que en plena juventud es capaz de consagrarse con la más hermosa, con la más confiada y con la más absoluta fidelidad al destino que parecía ser en él predestinación. Y este Martí que no había combatido en guerra grande, pero que había sufrido los dolores del presidio; (…) este Martí, que se convertirá en España, desde lo alto de las gradas del parlamento, en el que escuche después de haber inflamado el corazón de muchos de aquellos ponentes de las cortes con sus palabras y con sus testimonios, en verdad desgarradores, este Martí será el que expulsado, el que deportado de Cuba, tras aquella prisión dura y tremenda sufrida en los primeros años de adolescencia, se convertirá más tarde, precisamente, en ese dirigente, en ese conductor.
No era un hombre fornido, no era un hombre de gran estatura, no era un hombre que sobresaliese por nada externo. Había en él luz misteriosa, había en él una vocación, había en él una voluntad. Y por tanto, superando el dolor de sus heridas físicas, no acepta el odio para edificar sobre él sus ideas, sino que se consagra a una obra, de análisis primero y de unidad y preparación después, en consecuencia de la cual celebramos el día de hoy (…).
Martí adquiere prestigio, pasa a ser de último al primer orador en las conmemoraciones cubanas (..). Ese hombre elaboró lo que parecía imposible: la unidad de los cubanos, la perla más preciosa, la rosa de Elil, la que nos mantiene esta noche en esta sala, la unidad de la nación cubana. Él fue el autor; él pasó por encima de las discrepancias, de los personalismos, de las visiones locales, de los héroes de la patria chica, para unir amando, para unir levantando, para unir exaltando los valores raigales y profundos de Cuba.
(…) Cuba era entonces Martí. Él logró unir a Gómez y a Maceo; él logró restablecer la fe en el futuro predecible; él logró reanimar el sueño de la utopía; él se apoyó en el 10 de octubre de 1868 y en el 27 de febrero de 1874, así como en el campo sagrado y distante de Jimaguayú; él analizó el drama de Guáimaro; él restituyó los valores cubanos sin tan solo dejar un cabo. Todo lo que fue salvable, digno e importante para la historia de Cuba, lo mostró en sus páginas, lo dio en sus versos, lo escribió en sus discursos políticos y en sus trabajos admirables, lo entregó como lectura a los niños de América en las máximas, sentencias y pensamientos reunidos para su primorosa revista La Edad de Oro.
Ese Martí hombre, ese Martí político es también el Martí conspirador y organizador que prepara sigilosamente, ordena el exilio, ordena dentro de Cuba y funda un partido político con el cual la lucha cubana asciende a una etapa superior. Se da cuenta de que las revoluciones no pueden surgir del voluntarismo, ni siquiera de una dirigencia brillante, de que para una idea revolucionaria es indispensable tener una base, una estructura necesaria. Y de esa pasión creadora surgirá la obra más hermosa: el Partido Revolucionario Cubano, un partido de la nación, (…) un partido de la unión en un país otrora dividido (…).
(…) Entonces, cuando todo estuvo listo y preparado, cuando la crisis en el interior de Cuba fue evidente, cuando la situación política internacional pareció mejor recomendarlo, desencadena su proyecto. Supera aún el revés de Fernandina, cuando todo parece perdido, y toma la opción que todo hombre de revolución tiene, que todo dirigente verdadero prevé: usar un plan alternativo.
Y detona en Cuba la lucha armada que el 24 de febrero de 1895 florece como reguero de estrellas de Oriente a Occidente, en la legal acción de su amigo, el joven letrado Juan Gualberto (…).
Juan Gualberto Gómez va a Ibarra con Antonio López Coloma para levantarse en armas, pero a esa misma hora en que estamos aquí reunidos, allá en Santiago de Cuba, el grande Guillermo Moncada cumple su palabra y sale también con sus huestes; otros salen a El Cristo, otros suben a El Cobre, otros tantos se alzan en Bayate y Baire. También en Guantánamo se levanta Periquito Pérez. ¡Qué sería de esta historia sin ese héroe, que rescata a los extraviados, que sostiene la fe! ¡Qué seríamos sin Jesús Rabí! ¡Qué seríamos sin Bartolomé Masó!
Estos son los hombres de este día y estas son las sombras que nos acompañan esta noche, sombras luminosas a las cuales apelamos en esta hora difícil en Cuba (…) Ahora que la nación cubana está unida en esta sala, ahora que el pueblo cubano escucha, ahora que los cubanos escuchas en todas las latitudes del planeta las palabras que esta noche han de decirse, suene de nuevo con su eco poderoso esta campana, vuelva a sentirse en Alcancía, en Triunvirato y en los viejos cafetales solitarios a la voz de los negros que se levantan para decir: ¡Esta patria en nuestra!
¡Que vuelvan a sentirse los brazos de los macheteros detenerse en su faena para ser convocados a convertirse en solados de la libertad!
¡Levántense de su tumba, generales!
(…)
¡Vuelvan a hacer sonar sus cítaras los poetas de la patria!
¡Vuelvan las mujeres a bordar sus banderas!
(…) Si fuese posible meditar en los símbolos y en los nombres por los cuales hemos luchado por más de un siglo, recordemos que los cubanos han luchado con cuatro consignas unitarias y definitivas: Patria y Libertad, Libertad o Muerte, Patria o Muerte y Socialismo o Muerte. Quitemos por un instante la alternativa de la muerte, que es compañera necesaria y amiga de la vida, y quedarán solos, vitales y luminosos, los tres valores por los cuales estamos dispuestos a vivir: ¡Patria, Libertad y Socialismo!
[Tomado de Leal Spengler, L. (1996): “El 24 de febrero”, en La luz sobre el espejo. Ediciones Boloña, La Habana, pp. 9-23]