La gesta de la restauración

La gesta de la restauración

La gesta de la restauración

Eusebio Leal Spengler

Mayo 13, 2022

 

Escrito en junio de 1995 para la revista Icomos (Unesco)

 

A mediados de 1995 tuvieron lugar, en la ciudad noruega de Bergen, la primera asamblea general y el tercer simposio internacional de la Organización de Ciudades de Patrimonio Mundial, fundada en Quebec (Canadá) gracias a la voluntad de su alcalde, el honorable señor Jean Paul L’Allier. Tanto en la asamblea como en el simposio hallábanse presentes alcaldes y personalidades no solo de capitales e importantes ciudades, sino también representantes de instituciones de la cultura, técnicos y especialistas eméritos, restauradores y conservadores de sitios naturales, arqueológicos e históricos que hoy aparecen en el Índice del Patrimonio Mundial, heredad que pertenece por igual a todos los pueblos y civilizaciones de la tierra.

Con su lenguaje claro y preciso, subrayado por la energía de su carácter, el Director General de la Unesco, Federico Mayor Zaragoza, alentó a los participantes, que disfrutábamos de la cáli­da acogida del pueblo noruego, junto al encantador embarcadero de Bryggen, en el deber de perseverar, de luchar sin desmayo para que la civilización moderna salvaguarde la obra diversa de nues­tros predecesores en el tiempo. Una vez más el concepto patrimo­nial trasciende su verdadera dimensión, quiero decir, la de los va­lores espirituales y morales. No se trata solo del síndrome de la mujer de Lot, cuyo culto al pasado, a lo que quedaba atrás, la llevó a convertirse en una estatua de sal.

Los que habitualmente frecuentamos el escenario y las pales­tras internacionales estamos, si se quiere, mejor preparados que nuestros jóvenes colegas para mantener el equilibrio emocional, luego de comprobar las angustiosas y abismales diferencias que existen entre las posibilidades del mundo desarrollado y las de nuestros propios países, donde la prioridad es sobrevivir, educar y crear condiciones mínimamente dignas a la vida.

Al situar la cuestión del patrimonio, herencia y legado de los padres, en idéntica jerarquía, algunos llegan a pensar que es un sueño irrealizable, y nos queda ese sabor amargo en los labios por carecer de recursos eficaces y suficientes para su puesta en valor. En el Tercer Mundo he constatado cierta apatía e indiferencia de los sectores más pobres de la sociedad ante proyectos de restauración monumentales, que se presentan como expresiones de elitismo. Me refiero específicamente a los centros históricos, que son deshabitados ex profeso o cuyos moradores autóctonos son forzados a emigrar y vienen a sustituirlos artistas, profesionales y empresarios para quienes se ha puesto de moda restaurar una casa en el barrio antiguo.

Personalmente conozco esta experiencia y me veo obligado, una y otra vez, a retomar la idea cardinal de que el hombre piensa como vive; y si la ecuación fuese a la inversa, la interrelación de lo uno y lo otro apoyaría el noble principio de que los ciudadanos han de ser los protagonistas principales del proceso que rehabilita determinado sector de su ciudad. Siento por todo ello una admira­ción ilimitada y profeso la más alta estima por aquellos que se han enfrentado voluntariamente a una doble corriente de incompren­sión, que viene de arriba y de abajo. Muchos envejecieron sin lo­grar su sueño; les tocó, además, asistir a la enajenación o destruc­ción del objeto amado. Fueron profetas en el desierto.

El subdesarrollo genera una amnesia social que favorece la ex­pansión de conceptos tales como: «tenemos poco, o casi nada», «lo nuestro vale menos», «nuestras antigüedades son meras cu­riosidades ante otras que son las verdaderas». Por lo que llevo dicho, estas iniciativas están urgidas de sustentarse en nuevos con­ceptos de autoestima y en la prédica insistente de que cuanto poseemos, o poseen otros, no ha de ser comparado miméticamente.

Hallar y defender el encanto de la diversidad, promoviendo así el respeto a la posesión del otro, es una base ética que nos salva de esa oleada de mercaderes que desean comprarlo todo y que desde hace siglos van de una a otra latitud arrebatando, a cambio de cuentas de vidrio y fragmentos de espejos, las pieles, los colmillos, los objetos depositados por la piedad en las tumbas. Oleada que no se detuvo ante templos, columnas, claustros íntegros de viejos monasterios; fenómeno que en su día asoló el legado de las civilizaciones clásicas de Europa, Asia y el antiguo Egipto, y luego de comenzada la modernidad se abatió sobre África y América.

Una conjunción de circunstancias favoreció, después del triunfo de la Revolución en 1959, la virtual detención del desarrollo de la ciudad capital de Cuba. No es menos cierto que antes de ese horizonte histórico, La Habana no fue una excepción en cuanto atraer para sí, como sus hermanas de Hispanoamérica, una pri­macía capaz de generar, de forma ostensible, abismales diferencias con relación al país y al estilo de vida de sus gentes. Tal agravio comparativo llevó a una política que distribuyese justa y equitativamente las inversiones y proyectos. Sería injusto desconocer que, muy a pesar de ello, se construyeron en La Habana las bellas escuelas de arte, paradigma y aproximación vital a una concepción culta, donde la arquitectura recobraba su ancestral compromiso con los sueños del hombre.

Una nueva urbanización, La Habana del Este, a mitad de ca­mino de sus bellas playas, fue concluida tras haberse transforma­do un plan precedente en el más interesante conjunto habitacional, donde aún hoy no se percibe ese distanciamiento entre el hábitat y la vida cotidiana. A la vez, el uso renovado y la febril actividad en pro del cambio funcional en no pocos edificios públicos, hicieron vivir a la capital un último esplendor, que precedió a hechos históricos y políticos cuyas consecuencias aún prevalecen, unidas a la errada apreciación edilicia de que se podría esperar y dejar para mañana las labores de rehabilitación y conservación de lo edificado. Las modificaciones de las leyes de propiedad hicieron recaer por entero en el Estado esa responsabilidad.

La historia comenzó así: asentada la villa de San Cristóbal de La Habana junto al puerto de Carenas en el año 1519, las calles y plazas se trazaron a cordel sobre un terreno irregular, pero siguiendo al pie de la letra las ordenanzas propuestas a Su Majestad por el Consejo de Indias, las cuales fijaban para las nuevas fundaciones el principio del damero o campamento romano. Fue llamado el señor Alonso de Cáceres, quien redactó en 1574 las ordenanzas que llevan su nombre y sirvieron de modelo y «código de buen gobierno para la convivencia» a otros cabildos y ciudades.

Y para bien fortificar, defender y ofender a los muchos adversarios, que varias veces acecharon y redujeron a cenizas la obra primigenia, se edificaron durante siglos castillos y murallas, así como vivieron en vigilia perpetua guarniciones de artilleros, infantes y caballeros. Aparecieron las casas reales, carnicería, cárcel, parroquial mayor y los solares reservados para los dilectos hijos de Tomás, Agustín, Ignacio y Francisco, los bienaventurados Padres de la Iglesia. Diose entonces la paradoja de configurarse una ciudad plena de mudejarismos, cuyos aires so­plaban en primer lugar desde Sevilla, de toda la baja Andalucía, con un timbre severo y grave de Extremadura. No obstante lo cual tendría, como contraste, el alegre colorido de Cádiz y, para más novedad, se trasladaría al puerto el culto de la Virgen de Chipiona, ahora como Nuestra Señora de Regla, devoción a la que se entregaron con delirio principalmente los esclavos y pescadores. Confrontado todo ello con el diseño renacentista de la planta del castillo de la Real Fuerza, concluido en 1577.

El amurallamiento se trazó en principio según la idea de Cris­tóbal de Rodas, de la familia del ingeniero militar Juan Bautista Antonelli, quienes a bordo de la expedición del maestre de campo Juan de Tejeda arribaron felizmente en 1589. Traían la encomienda de estudiar cómo garantizar la defensa de la villa y el puerto. Al genio y talento de los Antonelli deben la isla y América, entre otras obras, el castillo de los Tres Reyes de El Morro (1589-1630).

Al dejar dibujado algunos de los primeros momentos de la historia y de la construcción de La Habana, no es mi propósito caer en la tentación de narrar sus detalles puntuales. Baste decir que, desde la aurora de los tiempos hasta hoy, sucesivas generaciones contribuyeron a inventar la ciudad en que hoy vivimos. Ninguna inspiración ni modelo pudieron trasladarse mecánicamente a este rincón del planeta, donde al conjuro del clima y la naturaleza se transforman el hombre y las cosas. De esta interrelación emerge, como algo propicio, lo real-maravilloso, percibido por Alejo Carpertier y clave de interpretación de su narrativa.

Ahora estamos ante la totalidad de lo hecho. La Habana es bella, coherente en la acumulación de su vasto patrimonio material, casi didáctica. A través de una sucesión de calles y avenidas magistrales, se va desde el centro hasta las recientes urbanizaciones, cual si observáramos una cinta cinematográfica, donde todo aparece ante nosotros como patinado y, en gran medida, venido a menos, latente y vital, potencialmente salvable.

Tal es la diferencia de esta ciudad mágica con otras capitales y grandes urbes hispanoamericanas. Tal es su don y su privilegio. La era del gran estrago comercial y de la especulación inmobiliaria, que puso en peligro y causó tanta ruina en no pocos sitios, se abatió sobre La Habana, ha dejado daños y huellas, mas no pudo consu­mar su obra destructiva. ¿Cómo acometer la restauración del Cen­tro Histórico para que de él surja una experiencia útil, socialmente válida, económicamente viable, que sea a la vez generadora de nue­vos puestos de trabajo, que fortalezca el papel de la comunidad, que sea capaz de imprimir a nuestra aventura, por sí misma salvadora, un sentido de regeneración espiritual, promesa y esperanza?

La Oficina del Historiador de la ciudad de La Habana se creó en 1938 y su fundador, el doctor Emilio Roig de Leuchsenring, se propuso llevar a cabo, con los recursos y medios entonces a su al­cance, la ímproba tarea de crear conciencia en la ciudadanía y soli­dificar los conocimientos históricos, artísticos, así como la memoria de personalidades ilustres. Para ello fomentó biblioteca, archivo, publicaciones y museos; usó con pasión la palabra viva, gestó con­gresos, animó exposiciones, dictó y preparó ciclos de conferencias (…).

Pero no es hasta el 5 de mayo de 1981 que se aprueba un plan de restauración para el Centro Histórico. A lo largo de las dos décadas precedentes, y sobre la huella de varios precursores, se habían ejecutado obras puntuales y llegó a establecerse con nitidez sobre qué bases debía edificarse la concepción genera, sustentada en un cuerpo jurídico. Tal fue la Ley de Protección del Patrimonio Nacional (1977), que definió el carácter monumental de las ciudades fundadas por los conquistadores españoles en los albores del siglo XVI. Dos de ellas: San Cristóbal de La Habana y la Santísima Trinidad, serían luego exaltadas a la condición de Patrimonio de la Humanidad y ocupan hoy los números 27 y 28 del índice correspondiente. La Dirección Nacional del Patrimonio Cultural hizo florecer la simiente en el lapso de las últimas décadas, dispersando a todo lo ancho y largo del país el sistema nacional de museos de diversas especialidades, con signos de identidad propios, fomentando las colecciones nacionales y contribuyendo de forma decisiva a expandir las luces del conocimiento científico en todos y cada uno de nosotros.

A esta obra institucional se sumaría la creación, con el resuelto apoyo de la Unesco, del Centro Nacional de Conservación, Restauración y Museología (Cencrem), cuyo diseño se inspiró en el de Churubusco (México). Para lograrlo se emprendió la res­tauración del convento de Santa Clara, fundado en 1638, que es en sí mismo el espejo donde vemos reflejarse nuestra vocación. Sus aulas y talleres vienen acogiendo profesores y jóvenes exper­tos de todo el continente, que se nutren de los conocimientos teó­ricos indispensables y de las habilidades prácticas seculares de las artes inherentes a la restauración.

Enraizada en su tradición municipal latina y casi como precep­to de los cabildos y ayuntamientos, nobles legados de Castilla en América, existe en Cuba la figura del cronista, historiador de la ciudad, guardián perpetuo de la memoria social de la historia, cus­todio de las actas del cabildo, a cuyo impulso se han fundado en este continente museos, archivos y bibliotecas desde los días del gran cronista de Indias Gonzalo Fernández de Oviedo, quien narrara los hechos de la conquista y colonización desde su mesa atestada de testimonios y cartas, en la Torre del Homenaje de la fortaleza erigida en la ciudad primada de Santo Domingo.

La Oficina del Historiador de la ciudad de La Habana es heredera de la labor desplegada por sucesivos historiadores, desde Félix de Arrate, en la segunda mitad del siglo XVIII, y hasta Emilio Roig de Leuchsenring, cuya fecunda existencia terminó en 1964. La amplia labor de divulgación y defensa de temas del patrimonio habanero que Roig de Leuchsenring promovió y llevó a cabo, ha permitido que todo cuanto hacemos hoy tenga un valor de continuidad. A sus meritorios empeños hay que sumar el de ilustres arquitectos e ingenieros como Joaquín Weiss, Francisco Prat Puig, Evelio Govantes, Félix Cabarrocas, José María Bens Arrarte y el profesor José Antonio Menéndez, por solo citar algunos nombres. Sin que deba faltar la obra formadora de otros intelectuales y artis­tas que desde la cátedra, o en el ejercicio directo de sus profesiones, coadyuvaron a tan noble fin, como Luis de Soto, Rosario Novoa, Marta Arjona, Ma­nuel Pérez Beato, el arqueólogo Ma­nuel Rivero de la Calle (…).

En nuestros días este legado es base, sustento, pero no es suficiente. De ahí que el 30 de octubre de 1993, a propuesta nuestra, el Consejo de Estado analizara y aprobara el Decreto-Ley 143, que otorgó nuevas facultades a la Oficina del Historiador de la ciudad y rediseñó su estructura para ponerla resueltamente de cara al futuro inmediato. Esto coincidió con un momento de crisis y de salto del país hacia delante, cuando resultaba improbable perseverar en las complejas labores de restauración sin un soporte económico propio, autogestionado. Por consiguiente, se han fusionado con la Oficina del Historiador una empresa de restauración de monumentos y una compañía turística que explota hoteles y restaurantes, así como ejecuta otras acciones económicas en el área protegida.

Fueron creados los gabinetes de investigaciones históricas museológicas, de conservación y restauración, de arquitectura, de arqueología. Bajo el auspicio de la Agencia Española de Cooperación Internacional entró en funciones la escuela taller Gaspar Melchor de Jovellanos, que educa y prepara a jóvenes y adolescentes en las artes y oficios constructivos. Asimismo, se fundó la compañía inmobiliaria, que acometerá la reconversión y rehabili­tación de edificios públicos para nuevas funciones comerciales y administrativas.

Se viene formando un sistema de tiendas en la más importante arteria comercial: la calle Obispo, y paralelamente se crean otras dependencias en diversos puntos para rescatar elementos tradi­cionales de manufacturas, artes aplicadas y servicios especializa­dos como restauración de vitrales, relojería, encuadernación.

La Oficina del Historiador ha sido autorizada para cobrar im­puestos, sin suplir las funciones del gobierno local, a las entidades radicadas en el territorio y a los trabajadores por cuenta propia que ejercen actividad comercial; ha fomentado el renacer de anti­guas hermandades de oficios, que agrupan a los sectores más vulnerables de la población, como los minusválidos; organiza a la mujer, y ejemplo de ello es la hermandad de bordadoras, así como a los carpinteros y albañiles.

Los fondos generados y los que recibe la Oficina como contri­bución de donantes, incluyendo entidades internacionales y organi­zaciones no gubernamentales, incrementan la capacidad institucional para nuevas iniciativas, todas ellas tendientes a estimular el papel del individuo y de la familia; por ende, el de la sociedad civil.

En breve lapso se ha materializado el sueño de revivir la restaurativa, tras la reorganización de las fuerzas comprometidas, antes aquejadas por la falta de recursos financieros, que el país necesita con urgencia en el apretado índice de nuestras prioridades existenciales.

No trabajamos para el turismo; podría suscribirse la afirmación de Pablo de Tarso: «primero los judíos y luego para los gentiles». Mas en forma alguna se niega la enorme repercusión que nuestra tarea hoy y mañana en el sentido de hospedar a millones de personas que con fines vacacionales, o por ampliar sus conoci­dos del mundo, llegan al archipiélago cubano. Sabio será buscar y hallar el contrapeso cultural que equilibre, y quizá reduzca, el impacto que oleadas humanas han causado en otros países, ya no sólo en la naturaleza, sino en lo que es más importante: los hábitos y costumbres de las gentes.

Con dedicación nos desvivimos por recibir, explicar y conquistar el alma de los nuestros, exaltando el amor por su tierra, historia y naturaleza; empleándonos como establece la ley en el desarrollo social y comunitario.

¡Qué se levanten con ésta, tan tentadora utopía, no solo monu­mentos y museos, sino también escuelas, conservatorios, hogares de ancianos!

Hago propicias estas líneas para expresar nuestra gratitud, y la mía íntima, a todos aquellos que han contribuido a tan encomiable proyecto. Muy especialmente al sistema de las Naciones Unidas y en particular a la Unesco, así como a Sus Majestades los reyes de España, Don Juan Carlos y Doña Sofía, por su especial favor.

 

[Leal Spengler, E. (2002): “La gesta de la restauración”, en La luz sobre el espejo. Ediciones Boloña, La Habana, pp. 93-101]

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